Editorial ¿La psicologia colombiana está afrontando el cambio climático? Reflexiones sobre los retos profesionales ante la urgencia mundial |
Willian Sierra-Barón
Universidad Surcolombiana, Huila, Colombia
0000-0002-7642-477X
willian.sierra@usco.edu.co
Katy Luz Millán-Otero
Universidad Católica Luis Amigó, Medellín, Colombia
0000-0002-8895-7098
Cómo citar [APA]: Sierra-Barón, W., & Millán-Otero, K. L. (2024). ¿La psicología colombiana está afrontando el cambio climático? Reflexiones sobre los retos profesionales ante la urgencia mundial. Acta Colombiana de Psicología, 27(2), XVII-XXVII. https://doi.org/10.14718/ACP.2024.27.2.01
En un mundo cada vez más interconectado y enfrentado a desafíos globales sin precedentes, la educación se erige como un pilar fundamental para forjar un futuro sostenible y equitativo. Los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) establecidos por las Naciones Unidas (2015) reconocen esta realidad, donde destaca en particular el ODS 4, el cual aspira a asegurar una educación que sea inclusiva, equitativa y de alta calidad, así como a fomentar oportunidades de aprendizaje permanente para toda la población. En este contexto, la meta 4.7 se erige como una aspiración ambiciosa pero fundamental para la transformación del panorama educativo global con miras al año 2030.
La meta en cuestión tiene como propósito garantizar que los estudiantes adquieran tanto el conocimiento teórico como las competencias prácticas esenciales para impulsar el desarrollo sostenible. Su alcance es extenso y multifacético, y abarca un espectro de temas cruciales que incluyen la educación orientada al desarrollo sostenible, la promoción de estilos de vida compatibles con la sostenibilidad, la defensa de los derechos humanos, la consecución de la equidad de género, el fomento de una cultura fundamentada en la paz y la no violencia, el cultivo de una ciudadanía con perspectiva global, y el reconocimiento y apreciación de la diversidad cultural.
Para el caso de Colombia, el marco normativo de la educación ambiental ha evolucionado significativamente en las últimas décadas, pues refleja un creciente reconocimiento de la importancia de la sostenibilidad en todos los niveles educativos, incluida la educación superior.
La base de este marco se estableció con el Código Nacional de Recursos Naturales Renovables y de Protección al Medio Ambiente (Decreto 2811 de 1974), que introdujo la educación ambiental en el currículo de la educación formal.
Posteriormente, la Constitución Política de 1991 marcó un hito al elevar la protección medioambiental a rango constitucional, pues consagró el derecho a un entorno saludable y estableció la obligación estatal de salvaguardar la diversidad e integridad del ecosistema. En este contexto, el artículo 67 de la carta magna estipula que la educación debe formar al ciudadano colombiano en el respeto a los derechos humanos, la paz y los principios democráticos, así como en la práctica laboral y recreativa, con el propósito de fomentar el progreso cultural, científico y tecnológico, incluida la protección ambiental. Adicionalmente, el artículo 95 del mismo documento fundamental no solo reconoce el derecho a la protección del medio ambiente, sino que también enumera los deberes ciudadanos, entre los cuales se destaca la responsabilidad de preservar los recursos naturales y mantener un entorno ecológicamente equilibrado.
Otro acontecimiento importante fue la promulgación de la Ley 99 de 1993, que creó el Ministerio del Medio Ambiente, organizó el Sistema Nacional Ambiental (SINA), y estableció que las universidades públicas deben desarrollar programas de investigación científica en el campo ambiental. Teniendo en cuenta esta directriz, la Ley General de Educación (Ley 115 de 1994) incorporó la educación ambiental como uno de los fines de la educación, aplicable a todos los niveles educativos, y esto se reforzó con el Decreto 1743 de 1994, que instituyó el Proyecto de Educación Ambiental para todos los niveles de educación formal.
En el ámbito universitario, la Ley 30 de 1992, que organiza el servicio público de la educación superior, establece que las universidades deben trabajar por la creación, el desarrollo y la transmisión del conocimiento en todas sus formas, incluido el ambiental. Esta ley, aunque no menciona explícitamente la educación ambiental, proporciona el marco para su inclusión en los programas universitarios.
Años después, en 2002, un avance significativo fue la creación de la Política Nacional de Educación Ambiental desarrollada conjuntamente por los Ministerios de Educación y Medio Ambiente, que enfatiza la importancia de la educación ambiental en todos los niveles educativos, incluida la educación superior, y promueve la investigación en temas ambientales en las universidades.
Luego, la Ley 1549 de 2012 fortaleció la institucionalización de la Política Nacional de Educación Ambiental, e incorporó la educación ambiental en la educación formal y no formal. Aunque esta ley se enfoca principalmente en la educación básica y media, también tiene implicaciones para las universidades en términos de formación de docentes y desarrollo de programas de extensión.
En el contexto de la educación superior, el Ministerio de Educación Nacional ha implementado iniciativas para integrar la dimensión ambiental en los currículos universitarios al establecer directrices relacionadas para la acreditación de programas académicos, y es esta política la que ha catalizado la incorporación de asignaturas centradas en sostenibilidad y medio ambiente en diversos programas universitarios, así como la génesis de titulaciones específicas en ciencias ambientales y disciplinas afines. Paralelamente, la promulgación de la Ley 1753 de 2015, que articula el Plan Nacional de Desarrollo 2014-2018, introduce disposiciones específicas orientadas a fomentar una educación superior alineada con los principios del desarrollo sostenible, y hace hincapié en el estímulo de la investigación y la innovación en el ámbito medioambiental.
Ahora bien, es importante destacar que, aunque existe este marco normativo, según la Constitución nacional las universidades colombianas gozan de autonomía universitaria. Esto significa que tienen libertad para determinar cómo implementar la educación ambiental en sus programas, lo que ha llevado a una diversidad de enfoques y niveles de integración de la sostenibilidad en la educación superior colombiana. De hecho, una de las paradojas en los procesos de inclusión de la dimensión ambiental en la educación superior, también conocida como la ambientalización curricular, es que independientemente de si el programa de formación profesional pertenece al área ambiental o no, los niveles de apropiación de estos en la enseñanza son bajos (Sierra-Barón et al., 2022a, 2022b; Sierra-Barón et al., 2018).
Como vemos, aunque el marco normativo de la educación ambiental en Colombia proporciona una base sólida para su implementación en todos los niveles educativos, incluidas las universidades, aún existen desafíos en términos de la plena integración de la sostenibilidad en todos los programas universitarios y en la traducción de estas políticas en prácticas educativas efectivas y transformadoras, en particular en las ciencias sociales y la psicología.
En este punto, es de destacar que, durante décadas, lo ambiental ha sido considerado primordialmente como un dominio exclusivo de las ciencias naturales, y por esto mismo las dimensiones sociales y psicológicas inherentes a estos desafíos se han relegado a un segundo plano. Esta perspectiva técnica y biologicista ha dominado el discurso y las intervenciones en materia ambiental, y con ello ha generado un vacío en la comprensión integral de los fenómenos ecológicos, las urgencias ambientales y sus implicaciones para la sociedad. De hecho, esta visión predominante ha tendido a disociar los aspectos biofísicos de los socioculturales, como si existiera una barrera infranqueable entre el mundo natural y el humano (Clayton et al., 2015; Palsson et al., 2013; Swim et al., 2011).
No obstante, esta visión fragmentada está siendo cuestionada cada vez más, especialmente a la luz de los desafíos ambientales contemporáneos, que demandan un enfoque holístico e interdisciplinario. Asimismo, la creciente conciencia sobre la interconexión entre los sistemas naturales y sociales ha llevado a un reconocimiento gradual de la importancia de integrar las ciencias sociales y la psicología en el abordaje de las problemáticas ambientales; un cambio de paradigma que se hace particularmente evidente al considerar uno de los retos más apremiantes y complejos de nuestro tiempo: el cambio climático.
El denominado cambio climático destaca por su potencial de destrucción e impacto sobre otros problemas, y se configura como el gran desafío de nuestra era (Corral-Verdugo, 2021; Sierra-Barón & Meneses, 2022; Sierra-Barón et al., 2022d), pues, impulsado por las actividades humanas, no solo representa una crisis ambiental, sino también un problema psicosocial profundo, teniendo en cuenta que la creciente frecuencia de fenómenos meteorológicos extremos, el aumento del nivel del mar y los cambios en los patrones climáticos tienen repercusiones significativas en la salud mental y el bienestar social.
En lo que tiene que ver con la salud mental, las repercusiones del cambio climático son diversas y de gran alcance, pues se ha encontrado que los fenómenos meteorológicos extremos, como huracanes, inundaciones e incendios forestales, pueden provocar estrés y traumas agudos; e incluso, según la Asociación Estadounidense de Psicología (Clayton et al., 2017), también se ha visto que las personas expuestas a este tipo de desastres son propensas a desarrollar trastorno de estrés postraumático (TEPT), ansiedad y depresión; afecciones que pueden persistir mucho tiempo después de que haya pasado el peligro inmediato, lo cual puede afectar el funcionamiento diario y la calidad de vida de un gran número de personas.
Adicional a esto, los efectos de aparición lenta del cambio climático, como las sequías y el aumento del nivel del mar, contribuyen al estrés crónico, y se sabe que la exposición prolongada a factores estresantes relacionados con el clima puede provocar mayores tasas de ansiedad y depresión; asimismo, la incertidumbre y el miedo asociados con los impactos climáticos futuros exacerban estos problemas de salud mental, en particular entre las poblaciones vulnerables (Clayton et al., 2014, 2015).
En cuanto a los efectos sobre las estructuras sociales y las comunidades, se ha encontrado que el desplazamiento y las migraciones debidas al aumento del nivel del mar, los fenómenos meteorológicos extremos y la escasez de recursos obligan a las personas y las familias a abandonar sus hogares, lo que genera una fractura social. Además, este fenómeno no solo da lugar a la pérdida de hogares y medios de vida, sino que también debilita las redes sociales, que son cruciales para el apoyo emocional y práctico en el desarrollo de cualquier persona (Internal Displacement Monitoring Centre [IDMC], 2020).
En este sentido, el cambio climático actúa como un amplificador de las desigualdades sociales preexistentes, y los segmentos poblacionales más vulnerables, incluidas las comunidades de bajos ingresos, pueblos indígenas y habitantes de naciones en vías de desarrollo, experimentan de manera desproporcionada los efectos adversos de las alteraciones climáticas, pues se observa que estos grupos, frecuentemente carentes de los recursos necesarios para adaptarse a las condiciones ambientales cambiantes, también se enfrentan a un incremento en las disparidades sociales y económicas (Intergovernmental Panel on Climate Change [IPCC], 2021).
Por otra parte, los efectos del cambio climático también se extienden a las relaciones interpersonales y comunitarias, ya que a medida que las comunidades enfrentan la escasez de recursos y la degradación ambiental, las tensiones sociales tienden a aumentar, pues los conflictos por recursos como agua, alimentos y tierra se vuelven más comunes, lo que conduce a la fragmentación de la comunidad y al aumento de la violencia (Falk et al., 2024; Gleick, 2014). Asimismo, el estrés de vivir en un entorno cambiante también puede tensar las relaciones familiares y aumentar las tasas de violencia doméstica y desintegración familiar (Pihkala, 2020, 2024).
Ahora bien, aunque algunas comunidades también pueden experimentar una mayor solidaridad y cohesión en respuesta a los desafíos climáticos, y los esfuerzos colectivos para adaptarse a los impactos climáticos y reconstruirse después de los desastres pueden fortalecer los vínculos comunitarios y fomentar un sentido de propósito compartido (Fu & Zhang, 2024; Norris et al., 2008), la carga psicosocial general del cambio climático sigue siendo mucho mayor y en gran medida negativa.
Por último, es de destacar que, como fenómenos multicausales, los comportamientos no ecológicos y las prácticas de consumo no sostenible aumentan el deterioro ambiental en distintos espacios (Molano-Ramírez et al., 2023).
Teniendo lo anterior en cuenta, los grandes desafíos que se deben afrontan en atención a los retos que plantea el desarrollo social y humano (Saza et al., 2023) no deben estar al margen de la relación armoniosa entre el ser humano y el ambiente natural y construido, por lo que las distintas profesiones deben aunar esfuerzos por promover múltiples perspectivas de abordaje integradoras que ayuden en la gestión de los problemas ambientales y apoyen su prevención, mitigación y resolución, es decir, favorecer la construcción de paz ambiental (Alvarado et al., 2022; Ide et al., 2021).
Asimismo, debido a que el cambio climático plantea una amenaza importante para la sostenibilidad global, las asociaciones profesionales de América Latina desempeñan un papel crucial para abordar esta crisis a través de sus declaraciones y acciones. Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, estas asociaciones se enfrentan a numerosos desafíos que obstaculizan su eficacia. Al respecto, Medina-Arboleda y Páramo (2024) en su análisis sobre las declaraciones de asociaciones profesionales en Latinoamérica sobre el cambio climático llaman la atención sobre el panorama de baja integración entre las asociaciones profesionales, las publicaciones académicas y las múltiples demandas globales y locales, particularmente en aquellas agremiaciones en ciencias sociales, del comportamiento y de la educación latinoamericanas, cuyos desafíos parecen ser mayores.
Quizás uno de los principales desafíos es la inestabilidad política, pues muchos países de la región experimentan cambios frecuentes de gobierno y marcos institucionales débiles, lo que dificulta la implementación de políticas climáticas de largo plazo. Según la Latin American Association of Political Science (ALACIP, 2020), la volatilidad política en países como Venezuela, Brasil y Argentina socava la continuidad de las iniciativas y políticas climáticas impulsadas por las asociaciones profesionales; inestabilidad que suele dar lugar a políticas climáticas inconsistentes, en las que las nuevas administraciones pueden dar marcha atrás o ignorar compromisos ambientales previos. Por ejemplo, la Sociedad Brasileña por el Avance de la Ciencia ha destacado reiteradamente los efectos adversos de las políticas de deforestación en la Amazonia bajo diferentes regímenes políticos, subrayando la necesidad de una gobernanza ambiental estable y sostenida (Bonciani et al., 2019), pero la falta de estabilidad política obstaculiza la capacidad de las asociaciones profesionales para impulsar cambios significativos y duraderos.
Otro desafío importante es la limitación de recursos disponibles para estas asociaciones profesionales, las cuales operan con recursos financieros y humanos limitados, lo que dificulta tanto la realización de investigaciones de gran alcance como la promoción y la participación comunitaria. Al respecto, según un informe del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso, 2019), se ha encontrado que el financiamiento para la investigación científica y la promoción ambiental en la región es significativamente menor que en regiones más desarrolladas, lo cual limita la capacidad de las asociaciones profesionales para comunicar eficazmente sus conclusiones y recomendaciones a los responsables de las políticas públicas y la comunidad en general.
Adicionalmente, las desigualdades plantean otro desafío a los esfuerzos de las asociaciones profesionales, y más si se tiene en cuenta que la región se caracteriza por altos niveles de pobreza y desigualdad que exacerban las vulnerabilidades de las comunidades al cambio climático. De hecho, de acuerdo con la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Bárcena et al., 2020), las comunidades marginadas suelen ser las más afectadas por los impactos climáticos y tienen menor capacidad de adaptación, ya que deben abordar estas desigualdades socioeconómicas a la hora de promover políticas climáticas. Abordar el cambio climático en un contexto de este tipo requiere políticas que también aborden las desigualdades sociales y económicas subyacentes, lo que añade complejidad a las iniciativas de promoción de las asociaciones profesionales.
Además, se debe tener en cuenta que la percepción y la preocupación de la comunidad sobre el cambio climático varían considerablemente entre los distintos grupos socioeconómicos, pues las poblaciones más ricas y con mayor nivel educativo pueden ser más receptivas a los mensajes de las asociaciones profesionales, mientras que las comunidades más pobres, centradas en las necesidades de supervivencia inmediata, pueden no priorizar su interés en las urgencias ambientales; desigualdad que dificulta que las asociaciones profesionales movilicen un apoyo amplio a la acción climática.
Esta disparidad en la percepción y respuesta al cambio climático entre diferentes grupos socioeconómicos no solo plantea desafíos para la acción climática colectiva, sino que también subraya una brecha significativa en el abordaje de las urgencias ambientales desde una perspectiva psicosocial. Por tanto, la complejidad de estos factores socioeconómicos y su influencia en las actitudes y comportamientos ambientales ponen de manifiesto la necesidad urgente de una participación de las ciencias sociales en la problemática ambiental, pero lo cierto es que se observa una notable falta de involucramiento por parte de estas disciplinas, especialmente de la psicología, en el estudio y la resolución de los desafíos ambientales actuales.
Las ciencias sociales, y en particular la psicología, han mantenido una postura de relativa inacción frente a las urgencias ambientales (Gifford, 2011), y esta pasividad resulta paradójica, considerando que gran parte de los problemas ambientales tienen su origen en comportamientos humanos no ecológicos, y que sus soluciones requieren, inevitablemente, de cambios en nuestras formas de pensar, sentir y actuar en relación con el entorno.
Esta inacción de la psicología frente a las urgencias ambientales no es un fenómeno aislado, sino que refleja una problemática sistémica en la educación y formación de los profesionales del campo, pues la brecha entre la necesidad de respuestas psicológicas a los desafíos ambientales y la capacidad actual de la disciplina para proporcionarlas se hace evidente al examinar la estructura curricular de los programas de psicología en diversos pregrados nacionales.
Un caso ilustrativo es el de Colombia, donde solo hasta el año 2022 la psicología ambiental y de la sostenibilidad alcanzó el estatus de campo autónomo y especializado dentro de la disciplina psicológica (Colegio Colombiano de Psicólogos [Colpsic], 2022); antes de esto, dichos campos de estudio se encontraban subsumidos bajo el ámbito más amplio de la psicología social y comunitaria, y carecían de reconocimiento como áreas distintivas de investigación y práctica profesional.
En consonancia con este panorama, Sierra-Barón et al. (2022c) encontraron en su investigación sobre el escenario inicial de la educación en componentes ambientales de los programas de psicología en Colombia que solo el 23 % de los programas sondeados (correspondiente al 61.59 % del total de la oferta del país) refiere tener algún curso alusivo a la dimensión ambiental incluido en el currículo, y que menos del 41 % realiza alguna actividad extracurricular que incluya esta dimensión.
Esta situación plantea interrogantes cruciales sobre los compromisos que la disciplina psicológica debe asumir en el momento actual, sobre todo en cuanto a la forma en que la psicología puede trascender sus límites tradicionales para abordar de manera efectiva las urgencias ambientales, y respecto a las transformaciones necesarias para la formación de los futuros psicólogos, para equiparlos con las herramientas conceptuales y metodológicas que les permitan enfrentar estos desafíos.
En este sentido, dados los potenciales efectos que esto tendrá sobre el ejercicio y desempeño profesional, la formación de profesionales que afronten los retos de las urgencias ambientales desde las distintas áreas y disciplinas requiere de una mirada crítica y propositiva de parte de las universidades y demás centros de formación.
En Colombia, debido a que el panorama de la inclusión o formación ambiental de los profesionales en psicología es bastante desalentador, este es un asunto que debe articularse con los distintos grupos y agremiaciones profesionales, y para el caso de los profesionales en psicología, el llamado es a la Asociación Colombiana de Facultades de Psicología (Ascofapsi) y el nodo de psicología ambiental, así como al Colegio Colombiano de Psicólogos (Colpsic) y el campo de psicología ambiental y sostenibilidad.
Se debe tener en cuenta que la psicología ambiental se erige como una disciplina que examina las complejas interrelaciones entre el individuo y su entorno, y que abarca tanto las dimensiones físicas como sociales, considerando los aspectos temporales y culturales que enmarcan estas interacciones (Moser, 2003, 2009). De hecho, este campo de estudio se sustenta en un corpus teórico y metodológico robusto y pertinente, que proporciona herramientas analíticas para abordar las cuestiones derivadas de la interfaz entre el ser humano y su ambiente tanto natural como antropogénico (Navarro et al., 2022); marco conceptual y empírico que se presenta como particularmente idóneo para el abordaje de las problemáticas ambientales apremiantes que enfrentamos en la actualidad.
Como se mencionó antes, en Colombia, en particular, el Acuerdo 67 del 11 de febrero de 2022 de la Sala Nacional Colegial del Colegio Colombiano de Psicólogos (Colpsic, 2022) aprobó la creación del campo psicología ambiental y sostenibilidad, y desde este proyecto gremial se ha propuesto una aproximación a las competencias que los profesionales en psicología requieren para abordar los retos y desafíos de las urgencias ambientales (Sierra-Barón & Granada Echeverri (2024), basado en Colpsic, 2013, Gifford et al., 2011, Navarro et al., 2022, Swim et al., 2009). Algunos de los elementos estructurales que constituyen estas competencias se describen en la Tabla 1.
Tabla 1. Elementos estructurales que constituyen competencias y contextos de aplicación
Cognitivas |
Ambientes naturales y construidos |
Procedimentales |
Fundamentos epistemológicos y metodológicos disciplinares e interdisciplinares. |
Recursos
naturales. |
Dirigir investigaciones e intervenciones basadas en la evidencia. |
Este marco propositivo de competencias es un avance importante que orienta sobre algunas de las aplicaciones de los profesionales en psicología en el abordaje de las dinámicas generadas en las intersecciones entre el ser humano y el ambiente construido, así como respecto a las urgencias ambientales propiamente; no obstante, es crucial dar el siguiente paso para asegurar su efectiva implementación en la formación de futuros profesionales.
En este sentido, la integración de estos conocimientos y habilidades en el ámbito académico se vuelve fundamental para preparar adecuadamente a los psicólogos en formación, para que puedan abordar los complejos desafíos ambientales que enfrentamos en la actualidad.
De este modo, resulta imperativo que las instituciones de educación superior incorporen de manera sistemática la psicología ambiental y de la sostenibilidad en sus planes de estudio, y esto implica no solo la creación de cursos específicos, sino también la integración transversal de estos contenidos en otras áreas de la psicología. Como señalan Gifford y Nilsson (2014), la comprensión de los factores psicológicos que influyen en el comportamiento proambiental es fundamental para abordar los desafíos ecológicos actuales, y por ello la formación en estos aspectos debe ser considerada tan esencial como otras áreas tradicionales de la psicología.
Asimismo, la formación de psicólogos debe incluir el desarrollo de competencias específicas para abordar las urgencias ambientales, lo cual incluye habilidades para la evaluación de actitudes y comportamientos ambientales, diseño de intervenciones para promover la sostenibilidad, y capacidad para comunicar efectivamente sobre temas ambientales. Según Swim et al. (2011), estas competencias son esenciales para que los psicólogos puedan contribuir significativamente a la mitigación y adaptación al cambio climático.
De igual manera, la complejidad de las urgencias ambientales requiere de un enfoque que trascienda las fronteras disciplinarias, pues es crucial que los programas de psicología fomenten la colaboración con otras disciplinas, como la ecología, la sociología y las ciencias ambientales. Al respecto, Clayton et al. (2015) argumentan que esta interdisciplinariedad no solo enriquece la investigación psicológica, sino que también prepara a los futuros profesionales para abordar problemas complejos desde múltiples perspectivas, ya que, como se ha dicho, el cambio climático es un desafío global multifactorial que demanda un enfoque holístico para mitigar sus efectos de manera eficaz y eficiente.
No se puede olvidar que la psicología ambiental desempeña un papel fundamental en la promoción del cambio de comportamiento para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y promover el desarrollo de prácticas sostenibles, y que por tanto las intervenciones conductuales basadas en teorías psicológicas pueden instar a las personas a adoptar hábitos ecológicos, como reducir el consumo de energía, reciclar, e incluso apoyar la generación y uso de productos sostenibles (Steg & Vlek, 2009).
Por ejemplo, la teoría de la conducta planeada aporta un marco conceptual para comprender cómo las actitudes, las normas subjetivas y el control conductual percibido influyen en los comportamientos ambientalmente relevantes (Ajzen, 1991). Esta, así como otras teorías relacionadas, ayudan a comprender de qué forma los individuos pueden adoptar hábitos ecológicos, como reducir el consumo de energía, reciclar, y apoyar el desarrollo de productos sostenibles (Steg & Vlek, 2009).
Otro aporte relevante de la psicología tiene que ver con su contribución en la mejora de la participación pública en los asuntos relacionados con el cambio climático, sobre todo si se tiene en cuenta que las estrategias de comunicación eficaces son esenciales para crear conciencia y fomentar un sentido de urgencia sobre el cambio climático, pues la investigación en este campo ha demostrado que formular mensajes sobre el cambio climático de manera que interrelacionen los valores y las emociones de las personas puede mejorar significativamente su impacto y eficacia (Moser, 2016).
Por ejemplo, enfatizar respecto a los beneficios inmediatos de la acción climática, como la mejora de la salud y el ahorro económico, puede motivar a las personas y las comunidades a tomar medidas (Maibach et al., 2010). Además, comprender las barreras psicológicas a la acción climática, como la negación, la impotencia percibida y los sesgos cognitivos, permite el desarrollo de estrategias para superar estos obstáculos e involucrar al público de manera más efectiva.
En conclusión, el llamado es hacia el fortalecimiento de las sinergias entre las agremiaciones y asociaciones de la psicología colombiana (como Ascofapsi y Colpsic), las instituciones de educación superior, y el sector público y privado, para que se logre, en primer lugar, fortalecer la formación de los profesionales en psicología para el abordaje de los desafíos de las urgencias ambientales, en especial en cuanto a las consecuencias del cambio climático, y, en un sentido más amplio, en cómo asumir desde la profesión el reto que se deriva de las intersecciones entre el ser humano y el ambiente natural y construido. No olvidemos que es una necesidad sentida incluir en todos los programas de psicología del país la formación básica/disciplinar en psicología ambiental.
En segundo lugar, es necesario dialogar con el sector público y privado, en especial el sector productivo, sobre las posibilidades ocupacionales/laborales que puede tener el profesional en psicología, y que este haga parte del reto que tienen las organizaciones de hacer cada día más sostenibles sus procesos. En este escenario, la ciencia psicológica y el cambio de comportamientos son fundamentales.
Finalmente, este ecosistema sinérgico (agremiaciones de la psicología colombiana, instituciones de educación superior, y el sector público y privado) debe llevar a la disciplina científica y profesión a sinergias con actores y contextos que dialoguen con las políticas públicas y los tomadores de decisiones, con el fin de superar el alcance del campo logrado hasta ahora.
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